viernes, 7 de septiembre de 2012

El primero de la tarde

Seis y media de la tarde, suenan clarines y timbales y se abre el patio de cuadrillas. Juan José Padilla pisa el albero antes que nadie, da tres pasos, traza una cruz en el suelo con la puntera de su manoletina derecha y mira hacia atrás. "Venid ya, hay trabajo que hacer",parece que piensa. Suena un pasodoble,los diestros y sus subalternos cruzan el ruedo para llegar hasta los burladeros donde saludan al presidente. Montera en mano, suena por megafonía la voz de Ricardo Fernández, mi Ricky, el suyo, que pide un minuto de silencio en recuerdo de su voz, su arte, su trabajo y su buen nombre. El tendido no espera a que Ricky deje de hablar, ya había escuchado suficiente. Decir Salvador Ramírez Vélez fue más que suficiente para que miles de almas quisieran unirse a su homenaje. Aplausos y algunas lágrimas, comienza la tarde. El maestro Padilla recibe a Barbeho, un castaño de cuatro años y buenas hechuras, con una revolera que hace que el público reviente ante el primer tercio de quites. Este es Padilla, y este es su trabajo. Un toreo arrojado, valiente y descarado. Enamorado de Melilla, porque 'La Mezquita' lo adora. Juan José Padilla fue el último entrevistado por mi padre, tan amante de la fiesta como el diestro, escasos meses después de la terrible cogida que dibujó en su rostro la estampa de bravo pirata que hoy luce con la altanería del torero. Y no fue la única vez que se encontraron, es la tercera que el maestro llega a Melilla para torear, y en el albero de la ciudad sufrió también cogidas y revolcones para volver, entre vendas y sangre para terminar su faena. Espectáculo en los garapullos, faena lista del matador, y termina el primero de la tarde, el primero en años sin mi padre al lado, sin su voz ni su consejo. Vuelta al ruedo del maestro, que por un instante se detiene en barrera, justo delante de la posición en la que nos encontramos mi preciosa y valiente hermana y yo, ambos trabajando, como él siempre hizo. Fue un segundo, casi imperceptible. Juan José Padilla, el hombre, recuerda a quien lo admiraba. Agacha ligeramente la cabeza, el rostro cansado tras la faena, y en una reverencia verdadera y sentida hizo que se parase el mundo. Respeto y honor. Llegaron cinco toros más, la tarde acababa de empezar, y para mí él ya estaba conmigo otra vez. Esperando la cerveza tras el tercero, mirando hacia atrás buscando a su mujer, mi madre, para que le pasara algo que echarse al coleto, y tras llenar el estómago, seguir micrófono en mano haciendo lo que nadie más sabía. Dejarse el alma en el ruedo desde el set de televisión.

jueves, 10 de mayo de 2012

El consuelo del necio

La memoria es el consuelo de los necios, dicen. Uno puede entenderlo cuando hay recuerdos desagradables, que duelen o manchan el presente, cuando mirar hacia atrás se convierte en una carretera plagada de púas. Permitidme que hoy contradiga tal aseveración, permitidme deciros que si algo me hace feliz y llena todo en mí es saber que he pasado veintiséis años con un hombre que además de ser la misma encarnación de la vida fue mi padre. Se fue antes de lo que debería, y tuve el privilegio de pasar con él sus últimas semanas. Su estoicismo y actitud, su fuerza y su desprecio por el dolor hacen que yo no tenga valor de decir que fue un trance duro. Mermado y cansado, fue hasta el último minuto como quiso ser, un hombre sin más ambición que disfrutar de cada momento como si fuera el último. Quiso la vida, esta que él veneraba, que se fuera a cualquier otro lado demasiado pronto. Y aun así, siento una extraña y serena paz. Tengo una torre de emociones que ora está a punto de desmoronarse, ora se erige más alta y fuerte que nunca. Y es que en mi juventud, hoy sin mi mano derecha, tengo la inmensa sensación de que he hecho todo lo que un hijo debe hacer con su padre. Reímos, compartimos jarras llenas y las vaciamos, luchamos cuando hubo que hacerlo y sobre todo compartimos, me enriquecí en él. Ha dejado un legado inmortal en las personas y en su ciudad, nadie que lo haya conocido puede contar una anécdota sin esbozar una sonrisa, o reír a carcajada abierta. Su ciudad, sus calles, echarán de menos su andar pausado y regio, su mordaz y elocuente pluma, su pasión por la fiesta nacional y su devoción por las personas y las causas más mundanas. A mí, personalmente me deja una vida plena para vivirla como él me ha enseñado, en cientos de clases magistrales silenciosas, de las que se imparten con miradas. Me deja juventud, fuerza y orgullo para vivirla con honor, dignidad, respeto y amor a la vida. Me deja su buen nombre, para honrarlo y llevarlo por bandera. Me deja a su mujer y a su hija, para cuidarlas y quererlas con devoción ciega y desmesurada, siempre y hasta el final, si es que existe. Me deja hasta la imperiosa necesidad de teclear todos los días, con la fidelidad del soldado de infantería. Me deja tanto que no puedo más que saberme un hombre con suerte, pues tengo el privilegio de poder decir que la sangre de Salvador Ramírez Vélez corre en mí. La memoria es el consuelo de los necios, dicen. Permitidme hoy ser el más feliz de los idiotas recordando que el mejor hombre del mundo fue mi padre.

sábado, 24 de marzo de 2012

La guardia cerrada y la vista al frente


No todo el mundo entiende cuando dices que entrenas con un grupo de personas que se vendan las manos, se ponen guantes y boxean. Te preguntan casi asustados que si te pegas con otros, que si no da miedo, que tenga cuidado y todas esas afirmaciones hijas de la ignorancia, el más puro no saber.
No es fácil que comprendan que cada golpe encajado es fruto únicamente de una guardia baja, es el camino para mejorar. No se trata de golpear más fuerte que nadie, sino de golpear una vez más. No es ser más valiente que tu oponente, sino aguantar tu miedo un segundo más que él. El fin único es ser mejor que uno mismo, romper los límites propios. Crecer más fuerte.
El combate es fiel reflejo de la vida en sí misma. Un caballero lo es desde el primer campanazo, y el insensato no tiene lugar en una disciplina que impone equilibrio y saber estar. Es difícil explicar que el abrazo entre dos hombres que acaban de cruzar guantes es sincero y agradecido.
Gracias, David y Sergio, por enseñarme el camino. Gracias, Paco, por la integridad y la dedicación antes, durante y después de sonar la campana. Gracias a todos los hombres y mujeres del O2, por hacerme un sitio entre vosotros.